Antes de que el arma –
Ignacio Javier Olguin

No tardó ni cuatro horas en volver a casa. Cuando lo hizo, exhausto y abrumado por la lluvia torrencial, jamás se percató de mi presencia. Dejó su chaqueta de cuero tirada sobre el sillón, la pistola aún caliente sobre la mesa ratona del living y, sin sacarse los zapatos, se recostó en su king size. Apenas pude, me escabullí por los pasillos del departamento hasta llegar al teléfono de la cocina. Con la puerta corrediza a medio cerrar, marqué y quedé a la espera de una respuesta que nunca llegó. Intenté con otros números, pero tampoco. Luego de dar unos pasos y asomar mi cabeza por la habitación para asegurarme de su dormir, me dirigí hacia su chaqueta y revisé los bolsillos, pero no encontré más que su pañuelo de tela y la servilleta de un bar de las afueras, esa antigua costumbre suya de llevarse un recuerdo de los lugares de paso. La chaqueta tenía un intenso olor a tabaco y alcohol, más precisamente a whisky. Regresé en puntas de pie hacia su cuerpo y ese hedor también se emitía desde su boca y de sus manos. Me sentí mareada. Noté con un dejo de tristeza que en su mano izquierda ya no llevaba el anillo. Afuera, la lluvia era cada vez más fuerte y yo no quería que él se despierte, así que de un modo sutil cerré la ventana mariposa de la habitación y corrí las cortinas. Mientras lo hacía, lo observé por un instante: su barba rugosa, sus viejos ojos celestes, su rostro imperturbable, marcado, con esas mejillas siempre rosáceas. Tuve infinitos recuerdos que ahora me sería impreciso describir. El teléfono me despertó del ensueño. Intenté llegar lo más rápido posible. Era mamá para saber cómo estaba. Aduje un cierto estado gripal que me impedía estar levantada por mucho tiempo y le corté, no sin antes decirle que no vuelva a llamar por un tiempo. Desde allí fui nuevamente hacia la chaqueta hedionda, saqué la servilleta del bar y no dudé en llamar. Cuando me atendieron, pregunté por Luis y me respondieron que hacía como dos horas que se había retirado del lugar. No voy a negar que varias veces se me cruzó por la cabeza salir corriendo del departamento y no volver más, pero no era tan fácil como parece. No lo era.
—Hola. —Tras de mí, parado, dijo con su voz ronca. —Espero que no te moleste mi presencia.
—No, no. Para nada. —contesté impávida y algo temerosa.
Tenía los pelos como de recién levantado.
—Pensé que estabas... —volví a hablar.
—No, ya no.
Mientras me hablaba, no dejaba de mirarme fijo a los ojos. Y yo no paraba de intercalar mi mirada entre los suyos y el arma en su mano derecha.
—Yo te juro que...
—No jures nada. No es necesario.
—Está bien, pensé qué...
—¿Con quién hablabas?
—Con nadie, con nadie. —Sentí el olor a whisky cercando todo mi cuerpo.
El teléfono volvió a sonar y sentí un temblor que estremeció mi cuerpo por completo. Miré a Luis a los ojos y sentí su aprobación para atender. Me di vuelta y levanté el tubo.
—¿Hola? Sí... Ya se... No te preocupes por mí, mamá, en serio... Estoy bien, sólo debo reposar. Estoy... Nada, eso... Bueno, gracias... Bueno, un beso, vos también descansá... Beso, chau...
Cuando volví la mirada, Luis se había esfumado. No podía ser. Revisé espacio por espacio el departamento y definitivamente no estaba. Ni en las habitaciones, ni tampoco en los roperos, ni escondido tras las cortinas. Era el momento perfecto para escapar. Era ahora o nunca. Por la ventana comenzaba a verse el amanecer y fue entonces cuando tomé la decisión. Así que caminé hasta la puerta, tomé aire (el olor a whisky penetró hasta el fondo de mis pulmones) y la abrí, antes de que el arma dispare dos veces.


(Este cuento forma parte del libro “Principio de Incertidumbre”. Además, ha sido seleccionado y publicado en la antología “El hogar de los cuentos”, de Editorial Dunken).